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miércoles, junio 18, 2025
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¿Qué más tiene que pasar para que despertemos?

Desde la pandemia de 2020, España ha atravesado una cadena ininterrumpida de crisis que parecen no haber dejado huella en el ánimo colectivo. En otros tiempos, bastaba una chispa para encender la calle; hoy, a pesar del cúmulo de problemas, apenas se alzan voces. Se confunde la paciencia con resignación y la resistencia con apatía. Y mientras tanto, los trenes no llegan, los precios suben, los servicios fallan, y la ciudadanía parece anestesiada.

La historia no recordada es una lección condenada a repetirse

Lo que empezó con una emergencia sanitaria sin precedentes, con millones de personas confinadas y un sistema sanitario al borde del colapso, continuó con Filomena, la mayor nevada en décadas, que paralizó ciudades enteras y dejó miles de personas atrapadas. Luego llegó el volcán de La Palma, con cientos de familias perdiendo sus hogares bajo la lava, un evento que duró más de 80 días, arrasó pueblos enteros y generó una reconstrucción que aún hoy está incompleta.

Después vinieron los incendios de discotecas y edificios, especialmente graves en Valencia, con miles de personas afectadas y desplazadas. Le siguió la DANA, esas lluvias torrenciales cada vez más frecuentes que inundan calles, garajes, viviendas y carreteras. A todo esto, hay que sumar el apagón energético que afectó a miles de usuarios, cortes de luz, subidas constantes del precio de la electricidad, y una infraestructura ferroviaria que parece del siglo pasado: trenes que no llegan, que se averían, que circulan con retrasos sistemáticos incluso en trayectos básicos como los de cercanías.

Y, sin embargo, apenas hay reacciones. No hay manifestaciones masivas, no hay movimientos ciudadanos que se mantengan más allá del ruido puntual en redes sociales. Es como si hubiéramos aceptado que esto es lo normal, que vivir en el colapso diario es parte de la vida en España. Pero, ¿cuándo se convirtió el caos en rutina?

La comparación resulta inevitable: durante la crisis del ébola, cuando un perro fue sacrificado por haber estado en contacto con una paciente contagiada, se organizaron hasta 24 manifestaciones en todo el país. Hoy, tras años de sobresaltos mucho más graves, la respuesta es casi inexistente. Nos hemos acostumbrado a vivir bajo la amenaza constante, sin levantar la voz.

Y cuando alguien sugiere movilizarse, surgen las comparaciones con Gaza, Argentina o cualquier otro lugar donde, sin duda, la vida también es dura, pero eso no debería impedirnos reclamar lo que nos corresponde. ¿Desde cuándo los problemas de otros países sirven como excusa para no exigir soluciones aquí? ¿Por qué la solidaridad internacional se convierte en indiferencia nacional?

Resulta también evidente un doble rasero político. Cuando gobierna la derecha, ciertas causas movilizan con fuerza a la izquierda: se protesta, se ocupa la calle, se exige. Pero cuando gobierna la izquierda, las mismas causas parecen ser invisibles o, peor aún, relativizadas con el argumento de que “hay cosas más graves en el mundo”. ¿Desde cuándo exigir dignidad depende del color del gobierno?

Este país está lleno de personas solidarias, comprometidas, que ayudan al vecino, que se levantan cada mañana para sacar adelante a su familia. Pero hay algo que no está funcionando cuando, frente a una cadena de desgracias y errores de gestión, el ciudadano medio opta por mirar hacia otro lado o simplemente asumirlo con resignación. Tal vez el problema no sea la falta de conciencia, sino el exceso de desgaste. Pero si no empezamos a reaccionar, esta resignación se convertirá en norma, y entonces será demasiado tarde para cambiar nada.

Es momento de despertar. De recordar que la protesta no es un privilegio, es un derecho. Que el civismo no es silencio, es exigir que las cosas funcionen. Que la comparación no debe ser excusa, sino motivación para mejorar. España no necesita héroes, necesita ciudadanos despiertos.

Si 24 manifestaciones salvaron la memoria de un perro, ¿cuántas harán falta para salvar el futuro del país? La próxima crisis no espera, y la indiferencia tampoco debería

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