España se enfrenta a una paradoja social inquietante en 2025: la okupación ilegal y la dependencia de las ayudas estatales han dejado de ser tabúes para convertirse en símbolos de resistencia o incluso de estatus. Mientras miles de personas sin hogar, muchos de ellos inmigrantes, duermen en las calles o en aeropuertos como Barajas, una narrativa perversa exalta a quienes ocupan viviendas ajenas como héroes de una lucha contra el sistema, mientras se desprecia a quienes trabajan y pagan hipotecas. Esta cultura de la ilegalidad, respaldada por una sociedad que aplaude la ociosidad y castiga el esfuerzo, está erosionando los valores de responsabilidad y generando una generación dependiente y prepotente que ve en el Estado un cajero automático sin límite.
La Okupación: Un Delito Glorificado
La okupación ilegal, que afecta a unas 15.000 viviendas según datos recientes, ha sido transformada por algunos en un acto de justicia social. Defensores de esta práctica argumentan que responde a la escasez de vivienda asequible, pero el análisis revela una hipocresía: mientras el 0,06% de las 26 millones de viviendas en España están okupadas, millones de propietarios temen perder sus hogares, y las comunidades enfrentan el caos de los “narcopisos”. Quienes ocupan no solo desafían la propiedad privada—un pilar legal reconocido por la Constitución—, sino que a menudo se conectan ilegalmente a suministros básicos, agraviando a quienes pagan impuestos para sostener el sistema.
Lo más alarmante es la falta de vergüenza. En lugar de buscar soluciones legales como empleo o hipotecas, muchos okupas se enorgullecen de su estatus, respaldados por sectores que los presentan como víctimas del capitalismo. Esta narrativa ignora que la okupación no resuelve la crisis habitacional—solo el 2,5% del parque residencial es de alquiler social—, sino que la agrava al desincentivar la inversión en vivienda. Quienes critican esta práctica son rápidamente etiquetados de fascistas o racistas, un arma verbal que silencia el debate y castiga a quienes defienden la legalidad, revelando una sociedad que premia la transgresión sobre el esfuerzo.
💥El monumental enfrentamiento entre unos okupas y un vecino en Sevilla. Y la gitana se ofende porque el vecino le dice que se ponga a trabajar y pague una hipoteca, parece un chiste #TalDíaComoHoy7Jun2024 #STOPokupas pic.twitter.com/hxDM6fAqmp
— Jali #STOPokupas (@jaliroller) June 7, 2025
La Dependencia Estatal: Una Cultura de Prepotencia
Paralelamente, la dependencia de las ayudas estatales ha creado una clase social que vive del subsidio con una actitud de superioridad. En 2025, con programas como la Estrategia Nacional contra el Sinhogarismo y la Ley de Dependencia, el Estado destina miles de millones a paliar problemas estructurales, pero esta red de seguridad se ha convertido en un bucle de inacción. Mientras el 26% de la población está en riesgo de pobreza, muchos beneficiarios de estas ayudas rechazan trabajar o pagar hipotecas, ofendiéndose ante la sugerencia de autosuficiencia. Esta prepotencia se dirige especialmente a quienes, con sacrificios, mantienen empleos y hipotecas, viéndolos como cómplices de un sistema opresor.
El problema no son las ayudas en sí, sino su glorificación como un derecho inalienable. La inflación de 2024, que alcanzó el 117,8% anual, ha elevado el coste de vida, pero también ha disparado la dependencia, con 2,5 millones de trabajadores pobres según el INE. Quienes viven de estas ayudas, a menudo sin buscar empleo, desarrollan una actitud de desprecio hacia los que sí lo hacen, alimentada por una narrativa que culpa a los trabajadores de la desigualdad. Esta dinámica no solo perpetúa la pobreza, sino que crea una sociedad dividida donde el esfuerzo se penaliza y la pasividad se recompensa.
Una Sociedad Invertida y Polarizada
Estamos en una era donde lo ilegal es trendy y lo legal, un estigma. La okupación y las ayudas son celebradas como actos de resistencia, mientras quienes abogan por el trabajo y la propiedad son vilipendiados. Esta inversión de valores ha sido impulsada por discursos políticos que romantizan la marginalidad, ignorando que la verdadera solución pasa por empleo digno y vivienda asequible, no por la ocupación arbitraria. El 77% de los españoles considera la okupación un problema social, pero el 40% teme ser acusado de intolerancia si lo critica, según encuestas recientes, lo que refleja una censura social que ahoga el sentido común.
Esta polarización se agrava con la estigmatización de quienes discrepan. Llamar fascista o racista a alguien por defender la legalidad no solo es una falacia, sino una estrategia para evitar un análisis crítico. La crisis hipotecaria, con un 25% de carga financiera para los más pobres en 2023, exige soluciones estructurales—como el 20% de alquiler social en Alemania—, no la romantización de la ilegalidad. Mientras tanto, la prepotencia de los dependientes del Estado, que ven a los trabajadores como enemigos, amenaza con desmantelar la cohesión social, reemplazándola por un modelo de subsistencia asistida que beneficia a unos pocos a costa de la mayoría.
España necesita un cambio urgente. La okupación debe tratarse como el delito que es, con desalojos inmediatos y sanciones firmes, mientras las ayudas deben orientarse a la reinserción laboral, no a la perpetuación de la ociosidad. La sociedad debe recuperar el orgullo del trabajo y la propiedad, rechazando la narrativa que exalta lo ilegal y castiga el esfuerzo. Sin esto, el país corre el riesgo de hundirse en una dependencia crónica y una polarización irreparable.
Okupación y ayudas: España debe elegir entre el esfuerzo y la decadencia.