En temas políticos, culturales y sociales, tanto los medios de comunicación tradicionales como las redes sociales juegan un papel clave en la construcción de la opinión pública. Esto supone un riesgo real para la libertad de expresión, especialmente para el pluralismo que —por ética— deberían promover la mayoría de las instituciones mediáticas, sobre todo en tiempos de crisis, cuando una narrativa dominante gana terreno y desplaza otras voces, es urgente hacer una pausa y mirar con ojo crítico al monstruo mediático que moldea silenciosamente lo que elegimos pensar. Y puede ser que esto que vivimos sea un dilema; nuestra opinión puede que no sea tan nuestra, esto se debe al mundo tecnologico en el que las juventudes y el público en general están inmersos, una cultura donde las tecnologías y el acceso inmediato a las noticias, algunas de ellas llamadas FAKE NEWS, nos ofrecen un dulce envenenado: una forma de manipulación colectiva que aceptamos pasivamente.
Tomemos como ejemplo el conflicto árabe-israelí: con sus cientos de noticias, algunas en pro otras en contra, manifestaciones masivas en todo el mundo, plantones en universidades, teléfonos inteligentes grabando el instante exacto en que un activista provoca al león. Alto! las imágenes y videos que consumimos a diario no son la realidad completa, sino una perspectiva cuidadosamente seleccionada. Esa delgada línea entre informar y manipular se borra cada vez más, se realiza conscientemente cuidando de que la opinión se amolde a algún esquema político que se quiere resaltar.

Los grandes medios de comunicación —nos referimos a las agencias dominantes, con presencia global y respaldo corporativo— rara vez se toman el tiempo de ofrecer una cobertura que permita comprender los conflictos en toda su complejidad. En lugar de construir puentes hacia la información o el conocimiento, se dedican a trazar atajos narrativos que, aunque eficaces para el consumo rápido, distorsionan la realidad. No informan: producen relatos. No explican: generan sensaciones. Así, el espectador no accede a la realidad sino a una versión editada, emocionalmente cargada y cuidadosamente empaquetada para ser digerida sin cuestionamiento.
Esta lógica narrativa no es accidental, sino parte de una maquinaria que moldea la percepción pública. En lugar de múltiples miradas sobre un mismo fenómeno, se nos impone una visión unificada, coherente, “viable”, como si la realidad no pudiera ser contradictoria o ambigua. Pero, ¿cómo podemos intervenir en los problemas del mundo si estos se nos presentan de forma parcial o interesada? ¿Cómo resolver lo que apenas alcanzamos a conocer? Una sociedad que recibe una imagen manipulada del mundo no puede actuar sobre él con eficacia ni justicia.
El gran peligro es que esta narrativa impuesta no solo representa una visión del mundo, sino que, con el tiempo, se convierte en la única visión posible. La hegemonía mediática actúa como un filtro ideológico que define qué voces son válidas, qué conflictos merecen atención, y qué verdades pueden circular sin ser censuradas o ridiculizadas. Lo que no encaja en ese marco es automáticamente marginalizado, desacreditado o invisibilizado.

Lo más inquietante es que esta maquinaria de construcción de sentido es presentada como objetiva. Cada mañana, los informativos, las emisoras de radio, los portales digitales, e incluso los influencers que se disfrazan de espontaneidad, refuerzan un imaginario compartido que no necesariamente se corresponde con la realidad, sino con los intereses de quienes tienen el poder de contarla. Esta hegemonía del relato se refuerza con estadísticas —encuestas diseñadas dentro de los mismos marcos— que validan, con apariencia de neutralidad, causas, luchas o supuestas ideas de justicia que encajan perfectamente en la narrativa dominante.
Se trata de una operación simbólica a gran escala: se fabrica opinión pública como quien diseña un producto; se construye consenso como quien compone una canción pegajosa. En este escenario, la observación directa, la duda metódica y la crítica informada se ven reemplazadas por el consumo pasivo de versiones oficiales. La realidad, en este esquema, ya no se descubre: se recibe. Ya no se comprende: se siente. Ya no se cuestiona: se cree. Esta lógica recuerda al concepto de educación bancaria propuesto por Paulo Freire, en el que el educador «deposita» conocimientos en el alumno como si fuera un recipiente vacío, sin que este último participe activamente en el proceso ni ejerza pensamiento crítico. Del mismo modo, el ciudadano es reducido a un rol pasivo, receptor de verdades prefabricadas, ajeno al ejercicio reflexivo que implica comprender verdaderamente el mundo que lo rodea.
En el fondo, no estamos tan lejos de nuestros ancestros. Seguimos siendo un colectivo guiado por lo que parece más fuerte, más inteligente o más prestigioso. No me malinterpreten: yo también consumo esas noticias dominantes. Pero más que por información, lo hago para observar hacia dónde corre el agua, para entender cómo quieren que vea al monstruo: tal vez oprimido y víctima de un mundo cruel o con flores y atractivo.
Y entonces surge una pregunta clave: ¿por qué le damos tanto poder a los medios dominantes y a las redes sociales por encima de la realidad misma? ¿Será que preferimos seguir en esta Matrix, cómodamente anestesiados, dejando que alguien más decida lo que pensamos?
¿Cómo estamos entregando el poder para que nuestro imaginario colectivo sea dirigido desde una pantalla?
Anexo
1.La verdad y el bien en la Comunicación: la gravedad de la responsabilidad social. https://www.observarse.com/2017/11/23/verdad-bien-comunicacion-responsabilidad-social/