El mito de la opresión: Cuestionando una consigna que pocos se atreven a revisar
En tiempos donde los eslóganes se repiten más que se analizan, pocas frases han cobrado tanta fuerza mediática —y a la vez, tan poca reflexión crítica— como “Palestina Libre”. Más allá de su carga emocional y política, ¿qué significa realmente esta consigna? ¿Y qué tan fiel es a la realidad de los territorios palestinos?
Vivimos en una era donde el lenguaje se ha convertido en una herramienta política de manipulación. El caso palestino es un claro ejemplo de cómo ciertos movimientos de derechos humanos han tejido una narrativa que, al ser repetida sin filtros, termina por distorsionar los hechos.
La construcción de una narrativa de víctima permanente
Desde muchas tribunas activistas se refuerza la imagen de un pueblo prisionero, despojado de sus derechos y sometido a una ocupación brutal. Sin embargo, si observamos comparativamente, esta narrativa comienza a desvanecerse.
El Producto Interno Bruto per cápita en Palestina para 2023 fue de 3,372.35 dólares, una cifra que supera ampliamente la de países como Haití (1,705.78 USD) o Burkina Faso (882.69 USD). Además, Palestina cuenta con gobierno propio, infraestructura, y sistemas de salud y educación que, aunque imperfectos, superan los estándares de varias naciones en desarrollo.

¿Y qué decir del nivel de vida de un refugiado palestino dentro de su territorio? Es más alto que el de miles de migrantes deportados que sobreviven a la intemperie en el Bordo de Tijuana, México, sin acceso a servicios básicos ni protección institucional. Mientras los refugiados palestinos reciben apoyo internacional y respaldo estatal, muchos otros grupos vulnerables en el mundo simplemente son ignorados. ¿Por qué ningún organismo global alza la voz por ellos?
¿La cárcel más grande del mundo?
Una de las frases más repetidas en redes y protestas es que Palestina es “la cárcel más grande del mundo”. Esta metáfora, además de ser insensible con quienes realmente han vivido en campos de concentración, es una grave simplificación que ignora la complejidad política del conflicto y contribuye a la desinformación global.

En lugar de promover una salida, muchos activismos se enfocan en mantener vivo el conflicto. Resolverlo significaría perder una fuente constante de visibilidad y donaciones. Para que la causa sobreviva, es necesario que exista una narrativa binaria: víctimas absolutas y villanos inmutables.
Activismo ideológico: ¿defensa de derechos o imposición política?
Si el interés fuera realmente la libertad y la justicia, ¿por qué no hay protestas masivas por la situación en Afganistán? ¿Dónde están las campañas globales por la represión en Irán, Cuba o Venezuela? El problema es que el activismo moderno ha dejado de buscar la verdad. Lo que hoy mueve al activismo dominante no es la justicia, sino la ideología.

Y para sostener una ideología, se necesita repetir consignas, no cuestionarlas. Se necesita una masa acrítica que coree eslóganes en TikTok o en marchas universitarias, aunque estos no reflejen ni soluciones reales ni interés genuino por la vida de las personas. Se necesita polarizar, no resolver.
¿Quién se beneficia?
No se trata solo de idealismo o ingenuidad. Hay intereses concretos detrás de esta narrativa perpetua. Gobiernos, organizaciones y activistas construyen y explotan estas historias para recibir financiamiento, influir en organismos internacionales y moldear la opinión pública a conveniencia.
Mientras tanto, las verdaderas dictaduras y violaciones sistemáticas a los derechos humanos en países como Arabia Saudita, Corea del Norte o China apenas generan condenas. Israel, en cambio, —una democracia funcional con prensa libre y elecciones competitivas— es objeto de más resoluciones condenatorias que todos esos países juntos. La balanza, evidentemente, está desequilibrada.
El espectáculo de la indignación
Vivimos en la era de la indignación selectiva. Se invierten millones en campañas antiisraelíes, mientras conflictos sangrientos como el de Siria, o crisis humanitarias como la de México, con sus miles de desaparecidos, apenas figuran en el radar internacional.

Esta obsesión mediática y activista con demonizar a un solo actor ha desviado recursos, energía y voluntad política que podrían haberse dirigido hacia soluciones reales. En lugar de construir puentes, se levantan muros discursivos. En lugar de buscar paz, se perpetúa la victimización.
¿Es tiempo de repensar los eslóganes?
El conflicto no solo se libra con armas; también se libra con palabras. Y si no somos capaces de cuestionar las consignas que repetimos, terminamos atrapados en una guerra simbólica que no lleva a ningún lado.
Se necesita realizar una autocrítica seria. La violencia global ya no es solo una imagen lejana de misiles cruzando el cielo: también está en nuestras economías, en nuestro entorno diario, en nuestras universidades. Los activismos han hecho de la desinformación su arma más poderosa.
Repetir sin pensar es tan peligroso como callar ante la injusticia. Por eso, la pregunta sigue vigente: ¿qué significa realmente ser libre? Y más importante aún: ¿quién decide qué causa merece nuestra indignación?
Anexo
Crisis de deportados Tijuana https://youtu.be/WzhxC0Pm4Dk?si=9DEn6R92hdw_tm5Q
El bordo Tijuana https://youtu.be/opC5rOGu3uE?si=6gm-WVMgzaw3uqtSVida en Palestina https://youtu.be/I4WRDX_zlRY?si=5RjoRcDCLnamAVKj