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La historia de la ouija y el caso Vallecas

La ouija, ese enigmático tablero que promete conectar a los vivos con los muertos, nació en el siglo XIX en Estados Unidos, en plena fiebre del espiritismo. Corría una época en que lo sobrenatural se colaba en los salones de las casas, y la curiosidad por lo desconocido era tan irresistible como peligrosa. Su nombre, «ouija», no fue una invención casual. En una sesión cargada de sombras y susurros, la médium Helen Peters, cuñada de Elijah Bond —uno de los primeros inversores en su comercialización—, preguntó al tablero cómo debía llamarse. Las letras se alinearon lentamente bajo el puntero: OUIJA. Según el propio dispositivo, significaba «buena suerte». Pero, ¿era esa la verdad, o solo el comienzo de un juego mucho más oscuro?

La historia de la ouija tiene raíces profundas. En 1880, se descubrió en Estados Unidos bandejas grabadas con letras y números, precursoras de lo que vendría después. En 1890, la Kennard Novelty Company lanzó al mercado su «maravilloso tablero parlante», un artefacto que pronto capturó la imaginación de miles. Al año siguiente, en 1891, dos empresarios patentaron la ouija, dándole un sello oficial a su misterio. Para 1912, un medio el utilizado en una sesión pública que desató titulares y rumores, catapultando su popularidad. En la década de 1920, su uso se expandió como un eco inquietante por el mundo. Hoy, la patente pertenece a Hasbro, una compañía de juegos que, irónicamente, vende este portal al más allá como un pasatiempo inofensivo.

Pero no todas las historias de la ouija terminan en risas o escepticismo. En España, el caso Vallecas se alza como un testimonio escalofriante de que el tablero podría ser algo más que madera y tinta. Conocido como el «Expediente Vallecas», este es el único caso policial en el país que documentó fenómenos paranormales. Todo comenzó con Estefanía Gutiérrez Lázaro, una joven de 17 años que, en 1990, participó en una sesión de ouija en su instituto de Madrid. Lo que empezó como un juego adolescente se torció de forma irreversible. Meses después, en 1991, Estefanía murió en circunstancias extrañas, dejando tras de sí un vacío que pronto se llenó de terror.

En su casa del barrio de Vallecas, la familia Gutiérrez comenzó a experimentar sucesos inexplicables: golpes en las paredes, sombras que se deslizaban por los pasillos, y un frío que calaba los huesos incluso en verano. La noche del 27 de noviembre de 1992, la situación alcanzó su clímax. La Policía Nacional acudió al domicilio tras una llamada desesperada. Los agentes, curtidos en la rutina del cotidiano, se encontraron con algo que desafiaba toda lógica: bombillas que se instalaban sin motivo, muebles que se movían solos y un olor acre que impregnaba el aire. En su informe oficial, describieron cómo desenfundaron sus armas reglamentarias, apuntando a la nada, mientras una puerta se cerraba con violencia frente a sus ojos. No ofrecieron explicación alguna. La parte policial, redactado con la frialdad de un día cualquiera, se convirtió en un enigma sin resolver.

¿Qué ocurrió realmente en Vallecas? Algunos dicen que Estefanía abrió una puerta que nunca logró cerrar. Otros susurran que el tablero, con su «buena suerte», miente a quienes lo invocan. En las noches más oscuras de Madrid, hay quienes juran escuchar su nombre en el viento, como si el misterio de la ouija aún buscara respuestas… o nuevas almas con las que jugar.

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