La palabra paz se pronuncia con demasiada ligereza o se escribe poco en carteles, escasamente se pinta en pancartas, en manifestaciones se corea por justicia, pero la pacificación es relegada a un segundo plano. Pocas veces se piensa en los colectivos activistas, mucho menos se construye.
En tiempos de crisis, donde el ruido reemplazó al diálogo, la paz se ha convertido en una consignia ideológica poco apreciada, lo moral es “La lucha”. Hoy, en lugar de buscar soluciones, nos hemos acostumbrado a las etiquetas : “conservadores “, “opresor”, “oprimido” … Pero la paz -la verdadera- no se construye desde el eslogan, sino desde el entendimiento.

La paz no nace del silencio, sino del pensamiento
La modernidad ha secuestrado el activismo para convertirlo en arma política. Lo vemos en los movimientos que, con la voz cargada de indignación, claman por la justicia mientras justifican la violencia de unos contra otros, y da igual si eres el oprimido, la violencia es violencia. Israel, por ejemplo, ha sido el blanco constante de esa doble moral: se le exige renunciar a su defensa, pero no se exige a sus enemigos renunciar al terrorismo.
La paz no puede ser el privilegio de un solo pueblo. No puede ser selectiva, ni negociada según simpatías ideológicas. Si solo pedimos paz para quienes nos agradan, entonces no estamos siendo pacifistas, estamos siendo parciales. La filosofía enseña que la paz no es la ausencia de guerra, sino la presencia de justicia, diálogo y límites morales claros. No se alcanza condenando, sino comprendiendo; no se sostiene con discursos, sino con instituciones fuertes, con educación, con acuerdos que trasciendan el odio.

El humanismo frente a la militancia
El gran problema del mundo actual no es la falta de causas, sino el exceso de dogmas. Hemos reemplazado la empatía por la militancia emocional: se aplaude lo que suena bien, no lo que construye, lo ultimo es más difícil, requiere tiempo y paciencia.
Pero el humanismo -el verdadero, el que no se pone banderas ideológicas- entiende que el ser humano no es una tribu política, sino un individuo con razón y dignidad.
Israel, en este contexto, representa mucho más que un Estado: representa el derecho de un pueblo a existir y a defender su vida. No hay paz posible si se niega el derecho de otro a vivir. No hay diálogo si el punto de partida es la negación del otro.
Por eso, cuando se critica a Israel desde los espacios progresistas “por amor a la paz” en realidad se cae en una contradicción moral, no puede amarse la paz si se justifica la violencia de quienes destruyen la posibilidad de existir pacíficamente.
Soluciones, no narrativas
Hablar de paz exige abandonar el confort del discurso. Significa diseñar métodos, no proclamas :
- Educación ética universal, donde se enseñe el valor de la vida por encima de la ideología.
- Diplomacia cultural, no solo política, crear puentes entre pueblos a través de arte, ciencia, historia compartida.
- Medios de comunicación responsables, que informen con verdad y no con emociones prefabricadas.
- Liderazgos valientes, capaces de decirle «no» a la demagogia y «si» al compromiso.
La paz no se improvisa, se entrena. Es un trabajo diario, casi artesanal. Y no la construyen los gritos, sino las manos que, en silencio, siguen creyendo que conversar es mejor que condenar.
Hablar de paz es un acto de rebeldía
En un mundo saturado de discursos, hablar de paz – con seriedad, con razón, sin odio- es un acto revolucionario. La paz no necesita mártires ni banderas; necesita valentía moral.
Ojalá que llegue el día en que la palabra «Israel» no despierte odio, sino respeto; en que la bandera de un pueblo no provoque insultos, sino reflexión. Ese día, quizás, podamos decir que empezamos a entender la paz no como consigna, sino como cultura.
La paz no se impone, se propone. Y se propone hablando, pensando y actuando desde esa inercia, no desde la emoción militante, sino desde el razonamiento humano.













