Durante años, muchos fuimos parte de una corriente progresista que, con razón, nos sedujo con su aparente promesa de justicia social, inclusión, y defensa de los derechos humanos. Era fácil empatizar con causas que se presentaban como luchas por los desfavorecidos, por los silenciados, por aquellos que nunca tuvieron una voz. Nos creímos -y a menudo lo fuimos- humanistas, empáticos, solidarios con el dolor ajeno.
Pero el tiempo, los hechos y, sobre todo, la observación crítica, nos fueron mostrando que no todo lo que se viste de progreso lo es realmente. No todo lo que se presenta como “liberación” construye humanidad. El progresismo actual – al menos en sus formas más visibles y ruidosas- se ha alejado peligrosamente del equilibrio que alguna vez lo hizo valioso. Vamos que las causas justas dejan de ser justas, cuando involucran violencias, xenofobias y racismos dentro de sus militancias. La teoría critica de la raza, esta bien como catalogo de estudio, pero no como practica inversa para lograr justicia.

El falso humanismo de una nueva ortodoxia
Nos dijeron que el feminismo era una lucha justa, y lo era. Pero el feminismo woke, con su dogmatismo inquisidor, ha pasado de buscar igualdad a imponer discursos, cancelando, polarizando, aislando. Donde antes se hablaba de tolerancia, hoy se exige adhesión ciega. La diferencia entre inclusión y censura se ha desdibujado. Ya no se trata de convivir, sino de obedecer.
El caso palestino es otro ejemplo. Mucho antes de que se pusiera de moda ondear banderas en universidades europeas o en manifestaciones de jóvenes enfurecidos por realidades que apenas comprenden, muchos creímos en la causa palestina desde un enfoque compasivo. Hoy, en cambio, el progresismo pro-palestino se ha convertido en una plataforma de justificación del terrorismo, de romanticismo con yihadistas, de negación de la historia y, tristemente, de un antisemitismo disfrazado de “antisionismo”.
Y cuando los líderes de izquierda cierran parlamentos, encarcelan periodistas, reprimen protestas o eliminan contrapesos democráticos, el progresismo calla, aplaude o justifica. Dictaduras como las de Cuba, Venezuela o Nicaragua siguen recibiendo el aval de muchos que se dicen defensores de la libertad. ¿Cómo entender ese doble rasero? ¿Dónde quedó el humanismo?
La madurez de moverse al centro
Esta no es una apología a la derecha, ni una traición a los valores que alguna vez nos movilizaron. Es, más bien, una reflexión sobre la importancia de la tolerancia intelectual, del entendimiento humano y de la estabilidad que nace de reconocer que la realidad es compleja. Que no todo lo que propone el progresismo es necesariamente adecuado. Ni todo lo que viene desde el espectro conservador es socialmente destructivo.Es sano cambiar de opinión, no hay que temerle a la evolución del pensamiento, al contrario, es síntoma de una mente viva, crítica, honesta. Hoy, muchos estamos eligiendo el centro, inclinarse un tanto a la derecha, o mejor dicho, el equilibrio, el diálogo, la conversación sin trincheras, porque sabemos que ninguna solución real vendrá desde la rabia, la cancelación o la simplificación ideológica. Es curioso como las colectivas feministas, las asociaciones activistas, los grupos de choque, que desean “ cambiar las cosas es lo que menos hacen, propiciar un cambio.

La urgencia de recuperar la empatía
El progresismo radical en todas sus esferas, desde el feminismo hasta la ecologia, ha dividido más de lo que ha unido, generado desconfianza, resentimiento, miedo al otro, ciudadanos de a pie limitados de opinar sobre cuestiones que pertenecen a todos. El aislmiento identitario ha reemplazado la construcción común, lo que une a nuestras sociedades modernas. Urge volver a un humanismo real, que no se base en etiquetas, sino en principios: libertad, respeto, justicia y verdad.
Y si para eso debemoss aceptar que nos equivocamos en el pasado, o que defendimos causas que hoy vemos con distancia critica, hagámoslo con madurez. Cambiar de opinión, lejos de ser un signo de traición, es prueba de crecimiento, de entender que es bueno renovar, que esta bien experimentar para buscar soluciones, salidas, cura a la barbarie, por que a nadie le gusta vivir en el conflicto eterno, ni estamos enfermos emocionalmente para aguantarlo. No tenemos que asumir la «teoría del conflicto» como una practica diaria o totalitaria, solo por que un maestro en la universidad nos la propuso como punto de partida… Quizás podemos cuestionar más…